30.3.07

Máximo

Viñeta de Máximo publicada en El País de hoy. Me ha hecho gracia, sin más.

27.3.07

Cómo está el patio...

Sí, ya sé que estoy debiendo unas fotos desde hace un tiempito ya... Vendrán en breve.

Lo que pasa es que esta viñeta de Peridis publicada en El País de hoy me ha llegado al alma y no he podido evitar venir a colgarla. Hay que ver...

(Haced click en la imagen para verla más grande).

12.3.07

Domingo en casa de Marianno

Como no podía haber sido de otro modo hubo gazpacho, Almodóvar y té británico en el balcón. Fuimos pocos pero bien avenidos. Gracias por tu hospitalidad, Marianno.

De cena con Sarita y Martin

Pues eso, que la semana pasada estuvimos en el típico sitio de asados argentinos antes de que ellos siguieran viaje.

7.3.07

Juan José Millas (V)

Como esto ya está durando mucho, aquí pongo lo que falta de este tronchante relato. A l@s valientes que se lo hayan leído entero les animo a que dejen su opinión en un comentario.

Viaje al centro del aire acondicionado, por Juan José Milllás (continuación)

Finalmente, a la hora de comer, encontré la salida y huí de Guadalajara en dirección a Monterrey, la ciudad en la que habían aparecido los hámsters que se perdieron en el aire acondicionado de Madrid, y en la que, según la documentación de que disponía, las temperaturas podían alcanzar los 49 grados a la sombra. La razón me aconsejaba buscar los medios para regresar a casa, pero tenía la impresión de haber empezado a confeccionar la red del aire acondicionado, o de la bronquitis crónica, en la que permanece atrapado el universo, y no era cosa de abandonar el empeño encontrándome tan cerca de sus puntos neurálgicos. Siempre me ha perdido el afán de saber. Soy un curioso.

No me habían engañado: Monterrey era sin duda el centro mundial de la refrigeración. Desde la ventana de mi hotel, que daba a una calle ancha, veía pasar todo el día a personas con aparatos de aire acondicionado debajo del brazo. Me dio la impresión de que los compraban ya encendidos, como los televisores, y que no había forma de apagarlos hasta que ellos mismos expiraban por causas naturales. A todo esto, yo no hacía otra cosa, desde mi paso por Miami, que tomar toda clase de antigripales, anticatarrales, mucolíticos y reguladores de la función nasal o de la sinusitis propiamente dicha para mantenerme en pie. Consumí también varias cajas de pañuelos de papel y acabé con la melatonina, que me proporcionó, es cierto, una eternidad que, al igual que la de Miami, era una suerte de eternidad dominguera, mala. Más que pastillas, tenía la impresión de ingerir domingos que se incorporaban a mis tejidos orgánicos, mezclándose con los vinilos, para producirme un bienestar repugnante, parecido al del limbo, donde las cosas aunque desinfectadas y desinsectadas, no son ni carne ni pescado.

En cualquier caos, al volverme eterno, perdí la noción del tiempo y me olvidé de regresar a casa, hasta que cierto día, caminando por una calle llena de tiendas dedicadas a la industria del frío, me pareció escuchar unas voces conocidas procedentes del aire. Me detuve un momento y reconocí en ellas las de mis antiguos compañeros y compañeras de oficina: podía distinguir perfectamente a los ecologistas agnósticos, a los ex fumadores combatientes, a los partidarios o detractores del aire acondicionado y a los militantes de Comisiones o UGT, todos empeñados en una nueva guerra civil a favor de esto o de lo otro para demostrar su españolidad sin límites. Me pareció que hablaban de mí. Decían que finalmente había enloquecido con el asunto del aire acondicionado perdiéndome en el interior de alguno de sus numerosos conductos, como los hámsters anillados, sin que mi familia hubiera vuelto a saber nada de mí. Comprendí, pues, que , ahora sí, me encontraba en el centro mismo de la refrigeración artificial, donde caía todo lo que nosotros arrojábamos por los conductos de la oficina de Madrid, incluidas las voces, los hongos vaginales y los virus faríngeos que el mismo aire nos devolvía luego debidamente engordados, para hacernos más daño. Entonces decidí que había llegado el momento de volver a casa, si ello fuera posible, y regresé corriendo al hotel, para hacer las maletas. En el ascensor se coló detrás de mí un hámster al que el recepcionista echó a patadas, pidiéndome disculpas mientras aseguraba que se trataba de un accidente absolutamente excepcional. No le dije nada porque no quería adelantar conclusiones antes de dar a conocer mi descubrimiento a la comunidad científica.

Escapé del aire acondicionado vía México, Distrito Federal, y al llegar a Madrid, con cuarenta de fiebre y sin mucosas, alcancé conclusiones sorprendentes al ordenar mis notas. Por ejemplo, que a través del aire acondicionado no sólo se produce una distribución mundial de hongos y aspergillus, sino dosis considerables de sumisión. Un empleado con catarro crónico, tos seca, picores en la piel y conjuntivitis no puede rebelarse contra su empresa porque sabe que no tiene adónde ir con esos síntomas, que son, entre otros, los que produce la refrigeración. Su autoestima baja al mismo tiempo que la temperatura, y llega a un punto en el que se conforma con un sueldo que le permita comprarse analgésicos, mucolíticos y pañuelos de papel que consume sin cesar, a veces se los come. El aire acondicionado constituye el mayor distribuidor universal de ideología globalizadora, y no sería raro que a través de sus rejillas, además de frío y miedo, las multinacionales emitieran órdenes lanzadas en una frecuencia de onda que sólo fuera capaza de recoger el subconsciente, de modo que resultara imposible rebelarse contra ellas.

La Organización Mundial de la Salud sólo expende el certificado de enfermedad a un edificio cuando este provoca problemas de salud al 20 por ciento de sus ocupantes. La generosidad de esta institución con los inmuebles resulta alarmante si consideramos su fundamentalismo en relación al tabaco, por ejemplo. Quizá si investigáramos a fondo los edificios donde la OMS tiene sus oficinas, comprenderíamos por qué no son más radicales.

Antes de cerrar este reportaje, realicé algunas gestiones para que me permitieran adentrarme en las entrañas de un moderno edificio de oficinas de Madrid, considerado como el templo de la arquitectura inteligente contemporánea. Se me denegó la autorización sin que los responsables del mantenimiento pudieran darme una excusa razonable, pero yo me enteré bajo cuerda de que las empresas que tienen sus oficinas en él están asustadas por el número de empleados que se han dado de baja por enfermedad en los últimos meses, sin que sean capaces de atribuirlo a otra cosa que a la porquería que escupen las rejillas del aire acondicionado, lo que de demostrarse significaría desembolsos muy importantes en indemnizaciones. Personalmente, sólo pretendía tener la curiosa experiencia de llegar gateando a ese punto donde el aire caliente se transforma en frío, que debe ser muy parecido a ese lugar de Suiza donde el dinero negro se convierte en blanco. Sin embargo, el hecho de que pusieran tantas resistencias no hizo sino confirmar que los intestinos de las modernas oficinas y de los países helvéticos expelen algo más que frío o ácaros muertos (aunque también vivos).

Quizá se comprenda lo que tratamos de decir si se tiene en cuenta que las técnicas de la refrigeración están sustentadas sobre perversiones orgánicas tales como que al poner en contacto dos cuerpos de distinta temperatura, es siempre el caliente el que cede calor al frío, nunca al revés. I que cuando un cuerpo pasa del estado sólido al líquido, absorbe calor. Todo ello no puede llevarse a cabo sin producir desajustes morales tanto en el exterior, que se sobrecaliente, como en el interior, que se deshidrata.

Mi experiencia, pues, aunque, parcial, constituye un alegato científico contra los ambientes climatizados. Es de esperar que el clamor que su uso empieza a producir en innumerables edificios de oficina aumente en los próximos años, a medida que se vaya completando el mapa mundial de la red climática falsa en la que vivimos atrapados. Desde luego, Madrid, Miami, Guadalajara o Monterrey son puntos neurálgicos de esa red por la que circulan hongos, bacterias, voces, hámsters, ácaros y quizá jubilados, pero no representan ni el 2 por ciento de malla total. Hay que comprobar adónde dan los conductos de las oficinas de Nueva York, de Ciudad del Cabo, de Sao Paulo, Brasilia, Medellín o Buenos Aires, pero eso no se puede hacer sin grandes inversiones en hásmters anillados que recorran la red de un lado a otro para ayudarnos a confeccionar el mapa que nos haga comprender nuestras faringitis crónicas, tus conjuntivitis ocasionales, sus vaginitis intempestivas. Todo ello, si la OMS y la industria farmacéutica lo permiten.

5.3.07

Domingueando

Hoy fui con mis amigos al parque a hacer picnic. A Estíbaliz se le perdió la llave del coche, que luego encontró Luis. Este es el momento feliz de resolución del problema:
Después Marianno se vino a mi casa e hizo su primer gazpacho bajo mi estricta supervisión. Fue todo un éxito de crítica y público.
Y la última foto del día es con mi amiga Sara, que está por aquí de visita. Momento fashion (con calcetines) en mi casa:

4.3.07

Sábado noche

Anoche salí con mis amigos españoles al teatro. Y luego nos tomamos una copita como se puede ver aquí.

Juan José Millás (IV)

Viaje al centro del aire acondicionado, por Juan José Millás (continuación)

Fue como la constatación de que efectivamente se podía levantar un croquis del aire acondicionado mundial igual que un mapa de las zonas sísmicas unidas entre sí por fallas o hendiduras existentes en el subsuelo. El descubrimiento coincidió no obstante con un grado de congelación irreversible. Alguien gritó:

–¡Por favor, abran herméticamente las ventanas!

Miré a mi alrededor para indicar al autor de tan inquietante frase que no había ventanas, pero al contemplar a los pasajeros de color azul recostados sobre los bancos, me pareció que estábamos en la morgue más que en un aeropuerto y me dispuse a dejarme morir. Dio, sin embargo, la casualidad de que en ese momento comenzaba a amanecer y de que, a través del grueso muro de cristal que nos separaba de la atmósfera, un rayo de sol me golpeó en la frente. Entonces levanté los párpados congelados y vi flotando en el aire de mi familia, que me hacía señas desde el otro lado del aire acondicionado. Se trataba de una alucinación, desde luego, pero oí con una claridad impresionante las voces de mi mujer y de mis hijos pidiéndome que no me rindiera pese a que, además del frío, por la megafonía del aeropuerto sonaba en ese instante una canción de Julio Iglesias.

Decidí vivir. Recuerdo que me incorporé e hice una serie de ejercicios gimnásticos para combatir el frío. Después, impulsado a ello por mi temperamento científico, tuve aún el valor de acercarme a un guardia que paseaba con un perro adicto a los explosivos para preguntarle si no habían detectado en los últimos años la presencia de hámsters anillados en los conductos del aire acondicionado. Enseguida comprendí por su mirada que si continuaba hablando, acabaría deteniéndome, de modo que me retiré, y en ese instante anunciaron la salida de mi vuelo, con destino a Guadalajara, México.

Durante aquellos días se celebraba en esta ciudad una feria del libro que me interesaba visitar, por lo que me alojé en un hotel cercano a sus instalaciones. Era muy bueno, de cinco estrellas o más, pero el aire acondicionado, estaba pensado para matar a los clientes de menos de cinco tenedores. La habitación, situada en el piso 18, no tenía ventanas, aunque disponía de una enorme cristalera, también hermética, por la que entraba el sol de una forma tan cruel que no había más remedio, a menos que uno prefiriera perecer asfixiado por el efecto invernadero, que conectar la refrigeración. Había un regulador digital en el que podías poner la temperatura a la que querías vivir. Personalmente, como mejor me encuentro es a 22 o 23 grados, pero cada vez que salía de la habitación colocaba el termostato a 16 grados al objeto de que estuviera, al regresar, lo suficientemente fría como para dormir toda la noche con el aire apagado. Pronto advertí, sin embargo, que cuando volvía de la calle, la habitación estaba ardiendo y al otro lado del gigantesco ventanal se veían girar en el aire una especie de buitres, llamados zopilotes, que desde su posición observaban sin duda los cadáveres de los clientes que se había quedado dormidos con el aire encendido. El hotel disponía, en fin, de un sofisticado sistema que avisaba el aparato del aire acondicionado cuando el cliente abandonaba la habitación para que se desconectara automáticamente y de este modo economizar energía. Al oírlo entrar, se ponía nuevamente en marcha, haciendo como que no había dejado de funcionar todo el tiempo. La elección, entonces, era dormir con el aire encendido y morir congelado, o dejarlo apagado y perecer asfixiado por el calor. Hice algo que no me había dado malos resultados en Miami: por la noche salía a dar cabezadas a la calle, con los mendigos, y cuando no tenía más remedio que permanecer en el hotel con la refrigeración activada, me refugiaba en el cuarto de baño con el grifo del agua caliente abierto, respirando sus vapores para reponer las mucosas perdidas por la deshidratación permanente.

Por la mañana, acudí a primera hora a la feria del libro, y cuando había efectuado la mitad del recorrido, noté síntomas de congelación en la punta de los dedos. La brutalidad del aire acondicionado, efectivamente, resultaba insoportable, pero al intentar abandonar el recinto con urgencia, me despisté y comprendí enseguida que en aquel estado emocional jamás encontraría la salida. Tuve un acceso de claustrofobia durante el cual volví a ver a mi familia haciéndome señas de que regresara desde el otro lado del aire acondicionado, desde el otro lado de la vida. Realizando, pues, un esfuerzo supremo, caminé hasta una caseta y me apoyé en su mostrador. Entonces, miré casualmente los libros expuestos y vi uno titulado Los ataques del pánico, que, por asombroso que parezca, era el que yo había lanzado hacía años por el conducto del aire acondicionado de mi oficina en Madrid, para consolar al jefe de departamento que había fallecido sin curarse del miedo a la muerte. Continuaba, pues, en el centro mismo del aire acondicionado, que constituía un universo gigantesco, autónomo, con sus aeropuertos y sus líneas aéreas y sus ferias del libro, sus matrimonios y todo lo demás. Abrí el volumen, repasé el índice y busqué el capítulo donde se daban instrucciones para combatir estos indeseables estados del ánimo. Lo principal, afirmaba el autor, era pensar que no me iba a suceder nada grave. No moriría, en fin, ni perdería la identidad, no ese día, al menos. Acepté que mis temores eran exagerados y razoné que incluso en el peor de los casos no tendría más que esperar a que cerraran la feria, por la noche, para que el servicio de seguridad o de limpieza me sacara de allí con el resto de los desperdicios acumulados en las instalaciones durante la jornada. Todo estaba en orden, pues. El libro añadía que después de hacer esta reflexión, convenía disfrutar del ataque de pánico, dejarse invadir por él sabiendo que carecía de una justificación racional. Abandoné la caseta menos nervioso, aunque más masoquista, y me detuve en la de al lado. Vi un libro curioso, El poder de la papaya, junto a otro titulado El poder curativo de la mente. No tenía ninguna papaya a mano, pero todavía me quedaba un pedazo de mente al que le ordené liberar pensamientos positivos, tal como sugería el capítulo correspondiente a los estados carenciales de vitalidad. Nada de disfrutar con el pánico, como aconsejaba el libro anterior.

Seguí las instrucciones y comencé a sentirme bien, lo que me trajo a la memoria que me había perdido, penetrando de este modo en el círculo vicioso de la angustia. De hecho, retrocedí hacia la caseta donde había visto el libro del pánico, para solicitar ayuda una vez más, y ene se instante comprendí que la autoayuda era el aire acondicionado del espíritu: te quitaba el sofoco, pero te arrebataba todo el tejido epitelial.

1.3.07

Juan José Millás (III)

Viaje al centro del aire acondicionado, por Juan José Millás (continuación)

Decidido a escribir un reportaje sobre el asunto, viajé a Miami para conocer un edificio enfermo del que me habían hablado algunos amigos arquitectos, pero no llegué a verlo, pues la crueldad de la refrigeración hotelera estuvo a punto de matarme. En Miami sólo puedes sobrevivir en la calle, al calor del sol. En el momento en el que caes en la tentación de entrar en el hotel, en un restaurante o una tienda, eres fulminado por un frío seco que en cuestión de segundos te deja sin mucosas, en el caso de que todavía las tengas, lo que depende del grado de mutación de cada uno. Allí la gente vive mutada ya: tienen los conductos respiratorios más ásperos que una pared de cal y, al respirar, expulsan aire frío y seco, como si los individuos fueran en realidad terminales de una gigantesca red (otra vez la red) de aire acondicionado al servicio, entre otras instituciones con afán de lucro, de la industria farmacéutica. De hecho, el departamento más importante de los supermercados es el de farmacia y, dentro de éste, el de las medicinas anticatarrales. Las hay de todas clases, de todos los colores, y las que no te matan te engordan.

Quienes sobreviven al frío despiadado que hace en cualquier sitio que no sea la puta calle, con perdón, alcanza una suerte de eternidad algo repugnante, pero muy apreciada por muchos norteamericanos que se retiran a Miami una vez jubilados. Se trata de una eternidad como de tarde de domingo, en la que si es cierto que no se muere nadie porque ese día de la semana no funcionan los servicios funerarios, tampoco la vida resulta tan excitante como en otros lugares más templados. Por un momento, pensé que Miami era una ciudad construida en el centro mismo del aire acondicionado, ya que al recorrer sus suburbios vi restos de pan y pedazos de bollería idénticos a los que nosotros arrojábamos por los conductos de la refrigeración en nuestra oficina de Madrid.

Huí de madrugada, pues, con un cargamento de medicinas anticatarrales, media tonelada de pañuelos de papel y dos botes grandes de melatonina, una hormona prohibida en España que, según lenguas, proporcionaba la eterna juventud gracias a sus propiedades somníferas y antioxidantes. En el aeropuerto, una vez pasados con éxito los controles policiales, y cuando resultaba muy complicado volver atrás (es decir, a la calle), anunciaron que nuestro vuelo tenía tres horas de retraso. Eran las siete de la mañana y, aunque no había amanecido, el aire acondicionado estaba puesto a tope. La sala de embarque era literalmente una nevera industrial como las que aparece en las películas llenas de vacas partidas por la mitad y en las que se queda atrapado indefectiblemente un personaje friolero y claustrofóbico. Íbamos todos los pasajeros de verano, como corresponde a una ciudad con tan buenas temperaturas teóricas, sin tener en cuenta que los espacios interiores, en Miami, constituyen la verdadera intemperie de la vida. Vi una madre tapando a su hijo con unas hojas de periódico, el Herald de Miami, y yo mismo me coloqué el equipaje de mano, que era una bolsa muy flexible, de plástico, alrededor del cuello, a modo de bufanda. Pasada la primera hora de espera, los pasajeros, completamente cianóticos o azules a causa de la congelación, empezaron a a acudir a los servicios para robar el papel higiénico, en el que envolvían cuidadosamente las extremidades. Al rato, empecé a llorar, y no sé si fue que el llanto me despejó la nariz momentáneamente o qué, lo cierto es que al masticar y oler el aire que salía por los conductos de la refrigeración, me di cuenta de que tenía el mismo sabor que el de mi oficina de Madrid. Era el aire de mi oficina, sin duda alguna: reconocí enseguida el perfume de lavanda que solía llevar una de mis compañeras de entonces, afiliada a Comisiones Obreras, así como la peste a after sabe del jefe, que, aunque tenía barba, le gustaba usar la loción para después del afeitado a modo de desodorante.