27.2.07

¿Adónde vamos a ir a parar?

Viñeta de Máximo publicada en El País de hoy.

Casa nueva, vida nueva

Este domingo organicé una comida con amigos para inaugurar mi nueva casita, que ya iba siendo hora.

Gracias a la ayuda de Marianno (en la última fila a la derecha) todo salió a pedir de boca, nunca mejor dicho. Los comensales agradecidos no dejaron ni una gota de gazpacho y la tarta de chocolate que trajo Marta fue todo un éxito. Muchas gracias, Martita.

Al final, no sé cómo, terminamos todos tirados en la cama haciendo como que veíamos al Athletic de Bilbao.
Aquí estoy con mi amigo francés Gwenolé, que se tuvo que ir pronto:
En resumen, que lo pasamos muy bien y que repetiremos pronto.

26.2.07

Juan José Millás (II)

Viaje al centro del aire acondicionado, por Juan José Millás (continuación)

Fueron sin duda los mejores días de nuestra forzada convivencia.

Discurría el mes de julio y el jefe se había ido de vacaciones. El aire acondicionado, completamente fuera de sí, escupía frío a ratos y a ratos calor, además de un conjunto indiscriminado de hongos y ácaros que se introducían por nuestras fosas nasales tras flotar a la deriva por el despacho. Decidimos tapar sus salidas con archivadores de cartón, pero las destapábamos todos los días, después del aperitivo de la una, para arrojar a su interior los restos de la fiesta, fueran rajas de salchichón o huesos de aceitunas. Meses más tarde, en noviembre, cuando comenzamos a hacer horas extraordinarias para cerrar el ejercicio, se oían al anochecer unos gemidos procedentes de las entrañas del edificio que le ponían los pelos de puna al más templado. Con el tiempo, conseguimos tomárnoslo a broma, y aventurando que quizá algún obrero se había quedado atrapado al sellar los conductos de la refrigeración, continuamos arrojando trozos de pan, pedazos de ensaimada y las sobras de las celebraciones con las que despedíamos a los jubilados. El edificio, completamente omnívoro, se tragaba más porquería de la que éramos capaces de producir, digiriéndola en un abismo de frío y vértigo al que daba miedo asomarse.

Cierto día, una compañera se presentó en la oficina con una pareja de hámsters que hasta ese momento habían pertenecido a su hijo. Estaba harta de los animales, que se escapaban cada poco de la jaula y roían los cables de la luz y del teléfono, además de reproducirse sin cesar. Nos los ofreció generosamente a cualquier precio, pero nadie quiso hacerse cargo de ellos. Entonces propuse que los arrojáramos por el conducto del aire acondicionado. Después de todo, siempre habíamos creído que había vida al otro lado. Los ex fumadores cristianos, los ecologistas agnósticos y dos militantes de UGT pusieron algunas objeciones retóricas, pero en el fondo estaban encantados con la idea. De modo que yo mismo, quizá porque tenía más desarrollado que mis colegas el espíritu investigador, cogí a los animales por el pescuezo y dejé que se deslizaran uno detrás de otro por aquella faringe oscura de poliuretanos y vinilos, que en cierto modo era ya la continuación de la nuestra. Y no es un modo de hablar: por aquellos días se hicieron públicos unos informes según los cuales la ingestión de determinados alimentos había creado en el organismo humano un depósito de materia plástica que formaba ya parte de nuestra constitución.

El caso es que unos mese más tarde, durante la hora del bocadillo, leí en el periódico que en los respiradores del aire acondicionado de un edificio enfermo de Monterrey, México, se había detectado la existencia de una colonia de hámsters perfectamente adaptados al medio. Alguien aventuró la posibilidad de que fueran los hijos de nuestros animales, y en ese mismo instante esbozamos, medio en broma, medio en serio, la teoría de que había en el universo una red de aire acondicionado que unía las ciudades más alejadas entre sí, de forma que si arrojabas a un jubilado por los conductos de un edificio de Madrid, podía aparecer, caso de adaptarse a las temperaturas reinantes, en otro de Nueva York. De ahí que a partir de este momento sólo introdujéramos en los tubos de refrigeración hámsters debidamente anillados, para verificar, si llegaran a aparecer en otra oficina lejana, que eran los nuestros. No tuvimos noticia de ninguno, la verdad, pero tampoco llegamos a contar con los medios materiales precisos para dar a conocer nuestro proyecto e interesar en él a otros oficinistas de allende los mares.

En cualquier caso, la costumbre de arrojar objetos y animales por los conductos de la refrigeración se transformó en un rito. Todos teníamos depositado imaginariamente en aquellas galerías a algún ser querido. A un joven empleado temporal, que acababa de perder a sus padres en circunstancias dramáticas, logramos convencerle de que vivían una vida mejor en las entrañas del edificio. Como habían sido muy religiosos, un día les echamos un rosario y un misal que no volvieron a aparecer por ningún lado. Éramos felices, la verdad, con aquel aire acondicionado que, aunque ya no producía ni frío ni calor (pero sí migrañas y conjuntivis), se había convertido en el depósito de nuestros fantasmas. Cuando falleció el jefe des departamento, que tenía un miedo enfermizo a la muerte, yo mismo le hico llegar a través de la refrigeración un libro de autoayuda titulado Los ataques de pánico, para que no se dejara dominar por el espanto al contemplarse a sí mismo de cuerpo presente.

Pasó el tiempo, en fin, y la vida o los trienios nos dispersaron. Un día, el periódico publicó un artículo sobre los edificios enfermos, y el asunto, de repente, se puso de moda. A mí no me había abandonado la vieja idea de que nuestras vías respiratorias, en cuya composición se apreciaban cantidades discretas de PVC, eran ya la continuación de las vías respiratorias de los edificios modernos, pudiendo darse el caso de que una faringitis aparecida en mi garganta hubiera comenzado a fraguarse en los bronquios de unas oficinas de Chicago. Según la abundante documentación de que disponía, el baile de bacterias, hongos, ácaros y microorganismos entre el cuerpo humano y la arquitectura contemporánea era tan común como el intercambio de vinilos y resinas sintéticas. En otras palabras, los edificios se humanizaban con nuestras infecciones del tracto vaginal, respiratorio o digestivo, mientras que nosotros nos arquitecturizábamos con la ingestión masiva de plástico a través de la alimentación de que éramos víctimas.

23.2.07

Juan José Millás

Juan José Millás es uno de mis escritores favoritos. Ayer encontré en su web un texto que me hizo reír como pocos. Es un poco largo para entrar en un solo post, así que lo voy a ir suministrando poco a poco.

Viaje al centro del aire acondicionado, por Juan José Millás
Me gané la vida durante algún tiempo en una multinacional cuyas oficinas madrileñas estaban situadas en un edificio inteligente, dotado de una refrigeración perspicaz a la que debo una bronquitis imperecedera o crónica. Durante los meses de julio y agosto trabajaba con un grueso jersey de cuello alto que me colocaba sobre la ropa de verano, y a media mañana salía a la calle para refugiarme durante unos minutos bajo una marquesina de autobús, muy castigada por el sol, hasta que me descongelaba como en el interior de un microondas, y volvía a subir para colocar a la derecha los papeles que antes había puesto a la izquierda. Un trabajo muy creativo que compartía con otras ocho o nueve personas profundamente divididas a favor y en contra de la refrigeración. Las pasiones que levantaba el frío artificial en aquel despacho sin ventanas eran de tal calibre que, cuando llegaba un empleado nuevo, no se le preguntaba sus ideas políticas, sus creencias religiosas o por su capacitación profesional, sino por sus tendencias climáticas.

Durante el tiempo que permanecí en aquella nevera, hubo dos guerras civiles dentro del edificio: la primera, entre detractores y admiradores del frío sintético; la segunda, más tarde, entre fumadores y ex fumadores. Yo perdí las dos, y aunque podría hablar con odio de los vencedores, he de reconocer que entre conflicto y conflicto estival se sucedieron largos inviernos de confraternización, amenizados por pasiones venéreas y festejos gastronómicos durante los que todo resultaba perfecto hasta que algún insensato sacaba a relucir el tema del aire acondicionado, cuya sola mención disparaba el odio ancestral entre los partidarios de las temperaturas altas y las temperaturas bajas.

Con los años, el edificio inteligente y saludable se fue volviendo tonto y enfermizo, de manera que no era raro que en enero escupiera frío y en agosto calor. Además, tenía halitosis y una tos seca sobrecogedora. Al mismo tiempo, sus ocupantes empezamos a padecer de las vías respiratorias. Por consejo del jefe de personal acudimos, en lugar de al médico, al técnico de mantenimiento, según el cual los conductos del edificio tonto estaban llenos de bacterias y microorganismos que sin duda eran los causantes de nuestras faringitis y migrañas. Un psicólogo industrial, por su parte, no dudó en afirmar que también debíamos a sus emanaciones el mal humor que a última hora de la tarde nos hacía discutir a muerte y tirarnos los archivadores a la cabeza por cualquier tontería.

Gracias a estas informaciones, el odio que había entre nosotros se volvió contra el edificio uniéndonos a frioleros y calurosos, fumadores y ex fumadores, creyentes y ateos, afiliados a Comisiones y a UGT, con tal fuerza que durante unos días volvimos a creer en la Historia, con mayúscula; en la lucha de clases, con minúscula, y en la "famélica legión", entre comillas. Hicimos tres o cuatro huelgas con resultado más bien pobres desde el punto de vista de las conquistas salariales, pero en su transcurso se formalizaron un par de relaciones sentimentales que acabarían en matrimonio.

22.2.07

Qué pena

Y encima esto parece que va a seguir así para largo...

Viñeta de Forges publicada en la edición de El País de hoy.

21.2.07

Forges

¡Qué bueno este Forges! Publicado en El País de hoy.

No es mi intención la de darle carga política a este blog, pero hay ocasiones en las que no lo puedo/quiero evitar.

19.2.07

Más vueltas al cambio climático

A veces pienso que hay mucha hipocresía en todo esto. Aunque sé que siempre recurro a El País, aquí pongo la columna de opinión de hoy. Me gusta la reflexión que plantea.

Lujo

EDUARDO MENDOZA 19/02/2007

Aunque la retirada de Xabier Arzalluz de la vida pública redujo bastante la emisión de gases a la atmósfera, el equilibro ecológico del planeta sigue en peligro. La Tierra se escacharra y todos lo sabemos, pero nada hace pensar que no vayan a cumplirse los malos agüeros. A nivel público no hay voluntad real de frenar el crecimiento y reducir el funesto despilfarro de recursos, y a nivel privado, todavía menos. Los ecologistas dicen, seguramente con toda la razón, que bastaría eliminar el gasto energético superfluo para paliar el desastre, pero ignoran que lo seres humanos estamos dispuestos a sacrificarlo todo menos lo superfluo. Al fin y al cabo, lo superfluo es lo que nos permitió evolucionar a lo que somos: en algún momento tuvimos un plus de inteligencia innecesario para la supervivencia que nos hizo pasar del puro alimentarse, defenderse y reproducirse, a Ferran Adrià, George Bush y el primer sex-simbol que a cada cual le venga a la memoria.

El hombre de las cavernas inventó el hacha de sílex para cazar y de inmediato diseñó un collar para su novia, dos actos provenientes de un mismo apremio: la constatación, privativa de los seres humanos, de que todos hemos nacido para morir. Ignorantes de su destino, a los animales les basta con lo necesario. A nosotros, no. Concediéndole sólo lo que la Naturaleza exige, convertiréis en bestia al hombre, clama el rey Lear cuando le recortan drásticamente la jubilación. Qué le vamos a hacer: llevamos en los genes el excedente. Que sirva para lo sublime o para lo trivial es otro asunto. A lo mejor el lujo es la poesía del idiota.

Visto desde este ángulo, no carecería de lógica que el lujo, que constituyó un punto de inflexión en la evolución de la especie, sea lo que ahora acabe con la especie. De este modo parecen entenderlos fundamentalistas religiosos que se oponen a toda medida restrictiva y propugnan frente a Darwin la noción del diseño inteligente, aunque no resulta muy claro en qué consiste la inteligencia del diseño.

Sea como sea, lo que no cuadra es la propuesta de contrarrestar la hecatombe, prevista por la providencia o inducida por nuestra improvidencia, ahorrando energía a base de cambiar el Minipimer por el pasapurés o el aire acondicionado por un paipay.


14.2.07

Hallazgo

He encontrado un blog literario, con textos que permiten fondear a gusto en ellos. Dejo aquí el enlace para quien lo quiera disfrutar.

Que sí, el miércoles de la semana que viene ya tendré internet en casa. Prometo subir fotos en breve.

13.2.07

España

Copio de la sección de opinión de El País de hoy. Me parece muy triste todo esto.

TRIBUNA: JULIO LLAMAZARES

Las dos Españas

JULIO LLAMAZARES 13/02/2007

Mientras las provincias de la costa se llenan de construcciones, la España del interior se despuebla. Esas son las verdaderas dos Españas y no las de Machado, pese a que todavía perviven (no hay más que ver nuestro Parlamento).

Desde hace varias décadas, España se resquebraja, y no políticamente, dividida en dos mitades, la de las regiones ricas y la de las regiones pobres, que el mapa marca perfectamente: las ricas son las que baña el mar y las pobres las que están lejos de él. Solamente Madrid es la excepción, por los motivos que todos conocemos.

Extremadura, las dos Castillas, Aragón, el antiguo reino de León y las provincias interiores de Galicia se han ido así despoblando, aprisionadas entre las dos presiones que marcan el desarrollo de este país: la centrífuga de la periferia y la centrípeta de Madrid. Dos presiones combinadas que han arrastrado a sus habitantes hacia las regiones cálidas y con más posibilidades económicas o hacia la capital de España, que continúa ejerciendo un innegable atractivo para la mayoría de los españoles. Justo todo lo contrario que las viejas capitales y pueblos del interior, envejecidos y sin futuro para los jóvenes, a excepción de unos pocos casos. El resultado es un desolador paisaje, con provincias prácticamente deshabitadas y con comarcas enteras condenadas a la desaparición.

Pero, a lo que se ve, a nadie, salvo a los habitantes de esas regiones, parece preocuparle esa situación. Mientras media España se despuebla, mientras la mitad del mapa se desertiza delante de nuestros ojos condenada al ostracismo y al olvido por su situación geográfica, la otra mitad continúa creciendo sin importarle lo que le sucede a aquélla. Incluso despreciándola por su decadencia como en el colegio determinados alumnos aventajados hacen con los más torpes. No hay más que ver las reacciones suscitadas por las reclamaciones de algunas de esas provincias, como Zamora, Teruel o Soria, cuyos habitantes han tenido que manifestarse al grito de que existen para que les hagan caso.El problema viene de lejos. Viene de la época del desarrollismo de la dictadura, cuando comenzó la industrialización de determinadas zonas de la periferia, que provocó el primer éxodo de población interior, y se acentuó luego con el turismo, que atrajo hacia las costas cantidades ingentes de mano de obra en perjuicio de las regiones y las provincias del interior. Paradójicamente, la descentralización política propiciada por el llamado Estado de las autonomías, en lugar de corregir esa tendencia, la ha acentuado todavía más gracias a lo que los economistas llaman, con magnífica expresión, optimización de los recursos productivos nacionales y a la insolidaridad interregional. Todo ello, por supuesto, con la colaboración de los sucesivos gobiernos, más preocupados por complacer a las autonomías ricas, cuya mayor población les procura un mayor poder político, que por ayudar a las desfavorecidas. Justo todo lo contrario de lo que se reclama a Europa y de lo que hacen internamente otros países de nuestro entorno.

No seré yo quien explique aquí la importancia del equilibrio económico y demográfico de un país, no sólo para su desarrollo armónico, sino también para su bienestar global. Cualquiera sabe que un país desvertebrado, con grandes diferencias entre sus distintas zonas, repercute negativamente a la larga en todas ellas y no sólo en las perjudicadas. Como ocurre con un cuerpo en el que uno de sus órganos se desarrolla exageradamente más que los otros o con una familia en la que uno o varios de sus miembros medran a costa de los restantes, tarde o temprano empezarán a surgir los problemas para todos, puesto que, al malestar de los discriminados, se sumarán los derivados del hiperdesarrollo de los favorecidos, como ya se empieza a ver en nuestro país. Todos oímos continuamente las quejas de las regiones ricas en relación con la falta de agua o con la destrucción de su medio ambiente. Y es que, como dijo el sabio, no se puede tener todo.

Las quejas de esas regiones nada tienen que ver con la solidaridad. Al contrario, se basan precisamente en el egoísmo, que es el principal motor de este país actualmente; no sólo entre las personas, sino entre las autonomías. El debate sobre el agua, que cada vez se hace más virulento, es un buen ejemplo de ello. El debate sobre el agua o sobre el reparto de la producción eléctrica, por no hablar de otros muchos parecidos, no han hecho más que poner de manifiesto el desequilibrio de una nación que construye e invierte donde no tiene energía mientras que deja que se deserticen las regiones donde ésta sobra. Hasta ahora, el problema se solventaba con el argumento de la solidaridad, pero hoy ese argumento no se sostiene, dado que la solidaridad no existe. Y es que ¿cómo se le puede seguir pidiendo ésta a Aragón, o a Castilla-La Mancha, pongo por caso, en materia de agua para regar, con las provincias vecinas de Levante o Cataluña, cuando con ellas nadie ha sido solidaria en mucho tiempo? ¿Cómo puede exigírsele a León o a Extremadura que continúen sacrificando valles y pueblos para producir energía eléctrica para el resto, cuando el resto las ignoran o desprecian normalmente? La solidaridad ha de ser recíproca y eso no ocurre en este país.

Pero nadie parece darse cuenta de lo que se avecina. Mientras la insolidaridad aumenta, mientras el desequilibrio crece, mientras las dos Españas geográficas se alejan una de otra a ritmo vertiginoso, nuestros políticos continúan a lo suyo, que es agrandar las dos ideológicas, y nuestros pensadores siguen secundando a aquéllos en sus estériles e inagotables discusiones sobre la unidad de España o sobre su conformación plural, cuando en la realidad España no existe. Basta mirar el mapa desde un satélite para ver que es una ficción. Una campana gigante, como escribía Manuel Vicent hace tiempo, con un badajo en el medio que resuena en el vacío inmenso que lo rodea.

Julio Llamazares es escritor.

8.2.07

Cambio climático

Sigo sin fotos que subir pero he descubierto un blog con un punto de vista lejos del habitual.

3.2.07

Soltería y soltura

Sergio y yo ya no estamos juntos y esta es la última vez que aparece su nombre en este blog.