Juan José Millás (IV)
Viaje al centro del aire acondicionado, por Juan José Millás (continuación)
Fue como la constatación de que efectivamente se podía levantar un croquis del aire acondicionado mundial igual que un mapa de las zonas sísmicas unidas entre sí por fallas o hendiduras existentes en el subsuelo. El descubrimiento coincidió no obstante con un grado de congelación irreversible. Alguien gritó:
–¡Por favor, abran herméticamente las ventanas!
Miré a mi alrededor para indicar al autor de tan inquietante frase que no había ventanas, pero al contemplar a los pasajeros de color azul recostados sobre los bancos, me pareció que estábamos en la morgue más que en un aeropuerto y me dispuse a dejarme morir. Dio, sin embargo, la casualidad de que en ese momento comenzaba a amanecer y de que, a través del grueso muro de cristal que nos separaba de la atmósfera, un rayo de sol me golpeó en la frente. Entonces levanté los párpados congelados y vi flotando en el aire de mi familia, que me hacía señas desde el otro lado del aire acondicionado. Se trataba de una alucinación, desde luego, pero oí con una claridad impresionante las voces de mi mujer y de mis hijos pidiéndome que no me rindiera pese a que, además del frío, por la megafonía del aeropuerto sonaba en ese instante una canción de Julio Iglesias.
Decidí vivir. Recuerdo que me incorporé e hice una serie de ejercicios gimnásticos para combatir el frío. Después, impulsado a ello por mi temperamento científico, tuve aún el valor de acercarme a un guardia que paseaba con un perro adicto a los explosivos para preguntarle si no habían detectado en los últimos años la presencia de hámsters anillados en los conductos del aire acondicionado. Enseguida comprendí por su mirada que si continuaba hablando, acabaría deteniéndome, de modo que me retiré, y en ese instante anunciaron la salida de mi vuelo, con destino a Guadalajara, México.
Durante aquellos días se celebraba en esta ciudad una feria del libro que me interesaba visitar, por lo que me alojé en un hotel cercano a sus instalaciones. Era muy bueno, de cinco estrellas o más, pero el aire acondicionado, estaba pensado para matar a los clientes de menos de cinco tenedores. La habitación, situada en el piso 18, no tenía ventanas, aunque disponía de una enorme cristalera, también hermética, por la que entraba el sol de una forma tan cruel que no había más remedio, a menos que uno prefiriera perecer asfixiado por el efecto invernadero, que conectar la refrigeración. Había un regulador digital en el que podías poner la temperatura a la que querías vivir. Personalmente, como mejor me encuentro es a 22 o 23 grados, pero cada vez que salía de la habitación colocaba el termostato a 16 grados al objeto de que estuviera, al regresar, lo suficientemente fría como para dormir toda la noche con el aire apagado. Pronto advertí, sin embargo, que cuando volvía de la calle, la habitación estaba ardiendo y al otro lado del gigantesco ventanal se veían girar en el aire una especie de buitres, llamados zopilotes, que desde su posición observaban sin duda los cadáveres de los clientes que se había quedado dormidos con el aire encendido. El hotel disponía, en fin, de un sofisticado sistema que avisaba el aparato del aire acondicionado cuando el cliente abandonaba la habitación para que se desconectara automáticamente y de este modo economizar energía. Al oírlo entrar, se ponía nuevamente en marcha, haciendo como que no había dejado de funcionar todo el tiempo. La elección, entonces, era dormir con el aire encendido y morir congelado, o dejarlo apagado y perecer asfixiado por el calor. Hice algo que no me había dado malos resultados en Miami: por la noche salía a dar cabezadas a la calle, con los mendigos, y cuando no tenía más remedio que permanecer en el hotel con la refrigeración activada, me refugiaba en el cuarto de baño con el grifo del agua caliente abierto, respirando sus vapores para reponer las mucosas perdidas por la deshidratación permanente.
Fue como la constatación de que efectivamente se podía levantar un croquis del aire acondicionado mundial igual que un mapa de las zonas sísmicas unidas entre sí por fallas o hendiduras existentes en el subsuelo. El descubrimiento coincidió no obstante con un grado de congelación irreversible. Alguien gritó:
–¡Por favor, abran herméticamente las ventanas!
Miré a mi alrededor para indicar al autor de tan inquietante frase que no había ventanas, pero al contemplar a los pasajeros de color azul recostados sobre los bancos, me pareció que estábamos en la morgue más que en un aeropuerto y me dispuse a dejarme morir. Dio, sin embargo, la casualidad de que en ese momento comenzaba a amanecer y de que, a través del grueso muro de cristal que nos separaba de la atmósfera, un rayo de sol me golpeó en la frente. Entonces levanté los párpados congelados y vi flotando en el aire de mi familia, que me hacía señas desde el otro lado del aire acondicionado. Se trataba de una alucinación, desde luego, pero oí con una claridad impresionante las voces de mi mujer y de mis hijos pidiéndome que no me rindiera pese a que, además del frío, por la megafonía del aeropuerto sonaba en ese instante una canción de Julio Iglesias.
Decidí vivir. Recuerdo que me incorporé e hice una serie de ejercicios gimnásticos para combatir el frío. Después, impulsado a ello por mi temperamento científico, tuve aún el valor de acercarme a un guardia que paseaba con un perro adicto a los explosivos para preguntarle si no habían detectado en los últimos años la presencia de hámsters anillados en los conductos del aire acondicionado. Enseguida comprendí por su mirada que si continuaba hablando, acabaría deteniéndome, de modo que me retiré, y en ese instante anunciaron la salida de mi vuelo, con destino a Guadalajara, México.
Durante aquellos días se celebraba en esta ciudad una feria del libro que me interesaba visitar, por lo que me alojé en un hotel cercano a sus instalaciones. Era muy bueno, de cinco estrellas o más, pero el aire acondicionado, estaba pensado para matar a los clientes de menos de cinco tenedores. La habitación, situada en el piso 18, no tenía ventanas, aunque disponía de una enorme cristalera, también hermética, por la que entraba el sol de una forma tan cruel que no había más remedio, a menos que uno prefiriera perecer asfixiado por el efecto invernadero, que conectar la refrigeración. Había un regulador digital en el que podías poner la temperatura a la que querías vivir. Personalmente, como mejor me encuentro es a 22 o 23 grados, pero cada vez que salía de la habitación colocaba el termostato a 16 grados al objeto de que estuviera, al regresar, lo suficientemente fría como para dormir toda la noche con el aire apagado. Pronto advertí, sin embargo, que cuando volvía de la calle, la habitación estaba ardiendo y al otro lado del gigantesco ventanal se veían girar en el aire una especie de buitres, llamados zopilotes, que desde su posición observaban sin duda los cadáveres de los clientes que se había quedado dormidos con el aire encendido. El hotel disponía, en fin, de un sofisticado sistema que avisaba el aparato del aire acondicionado cuando el cliente abandonaba la habitación para que se desconectara automáticamente y de este modo economizar energía. Al oírlo entrar, se ponía nuevamente en marcha, haciendo como que no había dejado de funcionar todo el tiempo. La elección, entonces, era dormir con el aire encendido y morir congelado, o dejarlo apagado y perecer asfixiado por el calor. Hice algo que no me había dado malos resultados en Miami: por la noche salía a dar cabezadas a la calle, con los mendigos, y cuando no tenía más remedio que permanecer en el hotel con la refrigeración activada, me refugiaba en el cuarto de baño con el grifo del agua caliente abierto, respirando sus vapores para reponer las mucosas perdidas por la deshidratación permanente.
Por la mañana, acudí a primera hora a la feria del libro, y cuando había efectuado la mitad del recorrido, noté síntomas de congelación en la punta de los dedos. La brutalidad del aire acondicionado, efectivamente, resultaba insoportable, pero al intentar abandonar el recinto con urgencia, me despisté y comprendí enseguida que en aquel estado emocional jamás encontraría la salida. Tuve un acceso de claustrofobia durante el cual volví a ver a mi familia haciéndome señas de que regresara desde el otro lado del aire acondicionado, desde el otro lado de la vida. Realizando, pues, un esfuerzo supremo, caminé hasta una caseta y me apoyé en su mostrador. Entonces, miré casualmente los libros expuestos y vi uno titulado Los ataques del pánico, que, por asombroso que parezca, era el que yo había lanzado hacía años por el conducto del aire acondicionado de mi oficina en Madrid, para consolar al jefe de departamento que había fallecido sin curarse del miedo a la muerte. Continuaba, pues, en el centro mismo del aire acondicionado, que constituía un universo gigantesco, autónomo, con sus aeropuertos y sus líneas aéreas y sus ferias del libro, sus matrimonios y todo lo demás. Abrí el volumen, repasé el índice y busqué el capítulo donde se daban instrucciones para combatir estos indeseables estados del ánimo. Lo principal, afirmaba el autor, era pensar que no me iba a suceder nada grave. No moriría, en fin, ni perdería la identidad, no ese día, al menos. Acepté que mis temores eran exagerados y razoné que incluso en el peor de los casos no tendría más que esperar a que cerraran la feria, por la noche, para que el servicio de seguridad o de limpieza me sacara de allí con el resto de los desperdicios acumulados en las instalaciones durante la jornada. Todo estaba en orden, pues. El libro añadía que después de hacer esta reflexión, convenía disfrutar del ataque de pánico, dejarse invadir por él sabiendo que carecía de una justificación racional. Abandoné la caseta menos nervioso, aunque más masoquista, y me detuve en la de al lado. Vi un libro curioso, El poder de la papaya, junto a otro titulado El poder curativo de la mente. No tenía ninguna papaya a mano, pero todavía me quedaba un pedazo de mente al que le ordené liberar pensamientos positivos, tal como sugería el capítulo correspondiente a los estados carenciales de vitalidad. Nada de disfrutar con el pánico, como aconsejaba el libro anterior.
Seguí las instrucciones y comencé a sentirme bien, lo que me trajo a la memoria que me había perdido, penetrando de este modo en el círculo vicioso de la angustia. De hecho, retrocedí hacia la caseta donde había visto el libro del pánico, para solicitar ayuda una vez más, y ene se instante comprendí que la autoayuda era el aire acondicionado del espíritu: te quitaba el sofoco, pero te arrebataba todo el tejido epitelial.
Seguí las instrucciones y comencé a sentirme bien, lo que me trajo a la memoria que me había perdido, penetrando de este modo en el círculo vicioso de la angustia. De hecho, retrocedí hacia la caseta donde había visto el libro del pánico, para solicitar ayuda una vez más, y ene se instante comprendí que la autoayuda era el aire acondicionado del espíritu: te quitaba el sofoco, pero te arrebataba todo el tejido epitelial.
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