Juan José Millás (III)
Viaje al centro del aire acondicionado, por Juan José Millás (continuación)
Decidido a escribir un reportaje sobre el asunto, viajé a Miami para conocer un edificio enfermo del que me habían hablado algunos amigos arquitectos, pero no llegué a verlo, pues la crueldad de la refrigeración hotelera estuvo a punto de matarme. En Miami sólo puedes sobrevivir en la calle, al calor del sol. En el momento en el que caes en la tentación de entrar en el hotel, en un restaurante o una tienda, eres fulminado por un frío seco que en cuestión de segundos te deja sin mucosas, en el caso de que todavía las tengas, lo que depende del grado de mutación de cada uno. Allí la gente vive mutada ya: tienen los conductos respiratorios más ásperos que una pared de cal y, al respirar, expulsan aire frío y seco, como si los individuos fueran en realidad terminales de una gigantesca red (otra vez la red) de aire acondicionado al servicio, entre otras instituciones con afán de lucro, de la industria farmacéutica. De hecho, el departamento más importante de los supermercados es el de farmacia y, dentro de éste, el de las medicinas anticatarrales. Las hay de todas clases, de todos los colores, y las que no te matan te engordan.
Quienes sobreviven al frío despiadado que hace en cualquier sitio que no sea la puta calle, con perdón, alcanza una suerte de eternidad algo repugnante, pero muy apreciada por muchos norteamericanos que se retiran a Miami una vez jubilados. Se trata de una eternidad como de tarde de domingo, en la que si es cierto que no se muere nadie porque ese día de la semana no funcionan los servicios funerarios, tampoco la vida resulta tan excitante como en otros lugares más templados. Por un momento, pensé que Miami era una ciudad construida en el centro mismo del aire acondicionado, ya que al recorrer sus suburbios vi restos de pan y pedazos de bollería idénticos a los que nosotros arrojábamos por los conductos de la refrigeración en nuestra oficina de Madrid.
Huí de madrugada, pues, con un cargamento de medicinas anticatarrales, media tonelada de pañuelos de papel y dos botes grandes de melatonina, una hormona prohibida en España que, según lenguas, proporcionaba la eterna juventud gracias a sus propiedades somníferas y antioxidantes. En el aeropuerto, una vez pasados con éxito los controles policiales, y cuando resultaba muy complicado volver atrás (es decir, a la calle), anunciaron que nuestro vuelo tenía tres horas de retraso. Eran las siete de la mañana y, aunque no había amanecido, el aire acondicionado estaba puesto a tope. La sala de embarque era literalmente una nevera industrial como las que aparece en las películas llenas de vacas partidas por la mitad y en las que se queda atrapado indefectiblemente un personaje friolero y claustrofóbico. Íbamos todos los pasajeros de verano, como corresponde a una ciudad con tan buenas temperaturas teóricas, sin tener en cuenta que los espacios interiores, en Miami, constituyen la verdadera intemperie de la vida. Vi una madre tapando a su hijo con unas hojas de periódico, el Herald de Miami, y yo mismo me coloqué el equipaje de mano, que era una bolsa muy flexible, de plástico, alrededor del cuello, a modo de bufanda. Pasada la primera hora de espera, los pasajeros, completamente cianóticos o azules a causa de la congelación, empezaron a a acudir a los servicios para robar el papel higiénico, en el que envolvían cuidadosamente las extremidades. Al rato, empecé a llorar, y no sé si fue que el llanto me despejó la nariz momentáneamente o qué, lo cierto es que al masticar y oler el aire que salía por los conductos de la refrigeración, me di cuenta de que tenía el mismo sabor que el de mi oficina de Madrid. Era el aire de mi oficina, sin duda alguna: reconocí enseguida el perfume de lavanda que solía llevar una de mis compañeras de entonces, afiliada a Comisiones Obreras, así como la peste a after sabe del jefe, que, aunque tenía barba, le gustaba usar la loción para después del afeitado a modo de desodorante.
Decidido a escribir un reportaje sobre el asunto, viajé a Miami para conocer un edificio enfermo del que me habían hablado algunos amigos arquitectos, pero no llegué a verlo, pues la crueldad de la refrigeración hotelera estuvo a punto de matarme. En Miami sólo puedes sobrevivir en la calle, al calor del sol. En el momento en el que caes en la tentación de entrar en el hotel, en un restaurante o una tienda, eres fulminado por un frío seco que en cuestión de segundos te deja sin mucosas, en el caso de que todavía las tengas, lo que depende del grado de mutación de cada uno. Allí la gente vive mutada ya: tienen los conductos respiratorios más ásperos que una pared de cal y, al respirar, expulsan aire frío y seco, como si los individuos fueran en realidad terminales de una gigantesca red (otra vez la red) de aire acondicionado al servicio, entre otras instituciones con afán de lucro, de la industria farmacéutica. De hecho, el departamento más importante de los supermercados es el de farmacia y, dentro de éste, el de las medicinas anticatarrales. Las hay de todas clases, de todos los colores, y las que no te matan te engordan.
Quienes sobreviven al frío despiadado que hace en cualquier sitio que no sea la puta calle, con perdón, alcanza una suerte de eternidad algo repugnante, pero muy apreciada por muchos norteamericanos que se retiran a Miami una vez jubilados. Se trata de una eternidad como de tarde de domingo, en la que si es cierto que no se muere nadie porque ese día de la semana no funcionan los servicios funerarios, tampoco la vida resulta tan excitante como en otros lugares más templados. Por un momento, pensé que Miami era una ciudad construida en el centro mismo del aire acondicionado, ya que al recorrer sus suburbios vi restos de pan y pedazos de bollería idénticos a los que nosotros arrojábamos por los conductos de la refrigeración en nuestra oficina de Madrid.
Huí de madrugada, pues, con un cargamento de medicinas anticatarrales, media tonelada de pañuelos de papel y dos botes grandes de melatonina, una hormona prohibida en España que, según lenguas, proporcionaba la eterna juventud gracias a sus propiedades somníferas y antioxidantes. En el aeropuerto, una vez pasados con éxito los controles policiales, y cuando resultaba muy complicado volver atrás (es decir, a la calle), anunciaron que nuestro vuelo tenía tres horas de retraso. Eran las siete de la mañana y, aunque no había amanecido, el aire acondicionado estaba puesto a tope. La sala de embarque era literalmente una nevera industrial como las que aparece en las películas llenas de vacas partidas por la mitad y en las que se queda atrapado indefectiblemente un personaje friolero y claustrofóbico. Íbamos todos los pasajeros de verano, como corresponde a una ciudad con tan buenas temperaturas teóricas, sin tener en cuenta que los espacios interiores, en Miami, constituyen la verdadera intemperie de la vida. Vi una madre tapando a su hijo con unas hojas de periódico, el Herald de Miami, y yo mismo me coloqué el equipaje de mano, que era una bolsa muy flexible, de plástico, alrededor del cuello, a modo de bufanda. Pasada la primera hora de espera, los pasajeros, completamente cianóticos o azules a causa de la congelación, empezaron a a acudir a los servicios para robar el papel higiénico, en el que envolvían cuidadosamente las extremidades. Al rato, empecé a llorar, y no sé si fue que el llanto me despejó la nariz momentáneamente o qué, lo cierto es que al masticar y oler el aire que salía por los conductos de la refrigeración, me di cuenta de que tenía el mismo sabor que el de mi oficina de Madrid. Era el aire de mi oficina, sin duda alguna: reconocí enseguida el perfume de lavanda que solía llevar una de mis compañeras de entonces, afiliada a Comisiones Obreras, así como la peste a after sabe del jefe, que, aunque tenía barba, le gustaba usar la loción para después del afeitado a modo de desodorante.
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