26.2.07

Juan José Millás (II)

Viaje al centro del aire acondicionado, por Juan José Millás (continuación)

Fueron sin duda los mejores días de nuestra forzada convivencia.

Discurría el mes de julio y el jefe se había ido de vacaciones. El aire acondicionado, completamente fuera de sí, escupía frío a ratos y a ratos calor, además de un conjunto indiscriminado de hongos y ácaros que se introducían por nuestras fosas nasales tras flotar a la deriva por el despacho. Decidimos tapar sus salidas con archivadores de cartón, pero las destapábamos todos los días, después del aperitivo de la una, para arrojar a su interior los restos de la fiesta, fueran rajas de salchichón o huesos de aceitunas. Meses más tarde, en noviembre, cuando comenzamos a hacer horas extraordinarias para cerrar el ejercicio, se oían al anochecer unos gemidos procedentes de las entrañas del edificio que le ponían los pelos de puna al más templado. Con el tiempo, conseguimos tomárnoslo a broma, y aventurando que quizá algún obrero se había quedado atrapado al sellar los conductos de la refrigeración, continuamos arrojando trozos de pan, pedazos de ensaimada y las sobras de las celebraciones con las que despedíamos a los jubilados. El edificio, completamente omnívoro, se tragaba más porquería de la que éramos capaces de producir, digiriéndola en un abismo de frío y vértigo al que daba miedo asomarse.

Cierto día, una compañera se presentó en la oficina con una pareja de hámsters que hasta ese momento habían pertenecido a su hijo. Estaba harta de los animales, que se escapaban cada poco de la jaula y roían los cables de la luz y del teléfono, además de reproducirse sin cesar. Nos los ofreció generosamente a cualquier precio, pero nadie quiso hacerse cargo de ellos. Entonces propuse que los arrojáramos por el conducto del aire acondicionado. Después de todo, siempre habíamos creído que había vida al otro lado. Los ex fumadores cristianos, los ecologistas agnósticos y dos militantes de UGT pusieron algunas objeciones retóricas, pero en el fondo estaban encantados con la idea. De modo que yo mismo, quizá porque tenía más desarrollado que mis colegas el espíritu investigador, cogí a los animales por el pescuezo y dejé que se deslizaran uno detrás de otro por aquella faringe oscura de poliuretanos y vinilos, que en cierto modo era ya la continuación de la nuestra. Y no es un modo de hablar: por aquellos días se hicieron públicos unos informes según los cuales la ingestión de determinados alimentos había creado en el organismo humano un depósito de materia plástica que formaba ya parte de nuestra constitución.

El caso es que unos mese más tarde, durante la hora del bocadillo, leí en el periódico que en los respiradores del aire acondicionado de un edificio enfermo de Monterrey, México, se había detectado la existencia de una colonia de hámsters perfectamente adaptados al medio. Alguien aventuró la posibilidad de que fueran los hijos de nuestros animales, y en ese mismo instante esbozamos, medio en broma, medio en serio, la teoría de que había en el universo una red de aire acondicionado que unía las ciudades más alejadas entre sí, de forma que si arrojabas a un jubilado por los conductos de un edificio de Madrid, podía aparecer, caso de adaptarse a las temperaturas reinantes, en otro de Nueva York. De ahí que a partir de este momento sólo introdujéramos en los tubos de refrigeración hámsters debidamente anillados, para verificar, si llegaran a aparecer en otra oficina lejana, que eran los nuestros. No tuvimos noticia de ninguno, la verdad, pero tampoco llegamos a contar con los medios materiales precisos para dar a conocer nuestro proyecto e interesar en él a otros oficinistas de allende los mares.

En cualquier caso, la costumbre de arrojar objetos y animales por los conductos de la refrigeración se transformó en un rito. Todos teníamos depositado imaginariamente en aquellas galerías a algún ser querido. A un joven empleado temporal, que acababa de perder a sus padres en circunstancias dramáticas, logramos convencerle de que vivían una vida mejor en las entrañas del edificio. Como habían sido muy religiosos, un día les echamos un rosario y un misal que no volvieron a aparecer por ningún lado. Éramos felices, la verdad, con aquel aire acondicionado que, aunque ya no producía ni frío ni calor (pero sí migrañas y conjuntivis), se había convertido en el depósito de nuestros fantasmas. Cuando falleció el jefe des departamento, que tenía un miedo enfermizo a la muerte, yo mismo le hico llegar a través de la refrigeración un libro de autoayuda titulado Los ataques de pánico, para que no se dejara dominar por el espanto al contemplarse a sí mismo de cuerpo presente.

Pasó el tiempo, en fin, y la vida o los trienios nos dispersaron. Un día, el periódico publicó un artículo sobre los edificios enfermos, y el asunto, de repente, se puso de moda. A mí no me había abandonado la vieja idea de que nuestras vías respiratorias, en cuya composición se apreciaban cantidades discretas de PVC, eran ya la continuación de las vías respiratorias de los edificios modernos, pudiendo darse el caso de que una faringitis aparecida en mi garganta hubiera comenzado a fraguarse en los bronquios de unas oficinas de Chicago. Según la abundante documentación de que disponía, el baile de bacterias, hongos, ácaros y microorganismos entre el cuerpo humano y la arquitectura contemporánea era tan común como el intercambio de vinilos y resinas sintéticas. En otras palabras, los edificios se humanizaban con nuestras infecciones del tracto vaginal, respiratorio o digestivo, mientras que nosotros nos arquitecturizábamos con la ingestión masiva de plástico a través de la alimentación de que éramos víctimas.